Surrealismo rural


(Foto: Carlos Bonilla/http://www.esedosuno.com/)

Hoy tengo ganas de recordar un trabajo periodístico que conjugó dos de mis grandes pasiones: los reportajes y el cine. Por ello, en septiembre del 2012 me fui a Lupiana, un pueblo de Guadalajara, a pasar un día en el rodaje del cortometraje 'Un turista entre un millón', dirigido por Julián de la Fuente. El resultado lo llamé 'Surrealismo rural' y lo publiqué el martes 2 de octubre del 2012 en la página web Esedosuno. Su texto era éste:

Plaza Mayor de Lupiana. Un sábado por la mañana del mes de septiembre. Una banda de música ensaya una y otra vez la misma canción, compuesta especialmente para la ocasión. El actor Carlos Bernal, en su papel de alcalde, se asoma a la ventana del Ayuntamiento, toca las palmas y, antes de que el director diga acción, chilla: “Más vale una cabra conocida que un cabrón por conocer”. Cuatro hombres mueven un remolque agrícola verde que parece recién pintado. Dos chicas cuelgan banderas y luces en las paredes del bar de la plaza. El actor Poli Calle corre de un sitio a otro con una extravagante camiseta de loros. Los vecinos de la localidad alcarreña se sientan en los quicios de las puertas de sus casas, a la sombra, mientras miran sorprendidos el trasiego de tantas personas desconocidas para ellos. Varias de esas vecinas le gritan “guapo” cuando pasan por su lado a Alberto Suárez, el actor que hace de periodista en la película. Hay un sol de justicia. Sólo falta el típico matojo de western rodando por mitad de la calle. Y todo el mundo suda abundantemente por culpa Un turista entre un millón, el último cortometraje de Julián de la Fuente.

La escena, lo que sucede en esa plaza llena de burladeros, coches aparcados, cámaras y luces, es tan surrealista que irremediablemente evoca a tótems cinematográficos del género en España. A Calabuch de Luis García Berlanga. A Amanece que no es poco de José Luis Cuerda. Una sensación tácita que se apoya en el propio rodaje del cortometraje. Porque, de hecho, un rodaje de cine siempre es una locura absurda y surrealista. Retrasos infinitos. Tomas repetidas hasta la saciedad que pueden venirse al traste por un simple estornudo. Discusiones técnicas entre plano y plano. Figurantes vestidos de épocas pretéritas que ya no pueden ocultar con sus ganas de participar su aburrimiento ilimitado. Actores que se tienen que marchar –en este caso concreto, Carlos Álvarez ‘Jano’ tenía una actuación en Madrid esa misma tarde, mientras que Poli Calle llegó a rodar sin dormir después de trabajar por la noche–. El cine es magia, ilusión, sueños, pero los rodajes son infernales, auténticos paredones de muerte. También el de Un turista entre un millón, y eso que el buen rollo y la distensión entre las casi 30 personas que formaban el equipo, actores y técnicos, es patente sin que el espectador tenga que hacer un gran esfuerzo para comprobarlo.

Seguro que Julián de la Fuente hizo hincapié a su equipo en esa realidad, en la necesidad de generar buena energía entre ellos para realizar un rodaje plagado de dinamismo en la ejecución de escenas. Seis años han tenido que pasar para que el cineasta guadalajareño vuelva a atreverse con la dirección de un corto tras el rodaje de Nombre, grado, unidad, un ambicioso cortometraje que no encontró el respaldo que la cinta merecía. “Julián ha pasado por un proceso del fracaso muy largo. Es muy positivo. Lo ha asimilado bien”, sugiere el actor Alberto Suárez, que conoce bien la “personalidad hermética” de su director. Y Julián de la Fuente le da la razón con sus gestos. No tiene la tensión acumulada que se le iba a los talones de Aquiles de sus piernas en proyectos anteriores. Simplemente intenta disfrutar, intenta que, y de nuevo habrá que citar a Alberto Suárez, el rodaje sea “más rápido e improvisado”. Simplemente está, otra vez en palabras de su actor, “más pendiente de que fluya la historia”.

No en vano, la citada historia de Un turista entre un millón pide ese tipo de rodaje. “Si vas a plagiar, plagia a los mejores”, bromea el director con su equipo cuando compara un plano con una escena de Centauros del desierto de John Ford. “Esta secuencia es clave para entender que lo que estamos grabando trasciende a la verosimilitud”, les recuerda Julián de la Fuente a sus cuatro actores protagonistas antes de que empiecen a rodar una escena casi sin diálogos, pero con un cargado componente gestual. Los gestos son el éxito del “guión redondo”, según destacan Suárez y Jano, que han escrito el propio De la Fuente y Mario Lizondo. Todo el corto es muy bueno visualmente y la clave de ese objetivo la tienen tanto las palabras como los silencios, pero sobre todo los gestos.

Y es que ni siquiera parece casualidad los actores que han sido elegidos para dar vida delante de las cámaras a este proyecto. Carlos Bernal es un alcalde totalmente creíble. Poli Calle hace destacar a un personaje que apenas tiene unas pocas frases en todo el metraje. Alberto Suárez es tan chulo en la vida real como lo es su personaje de periodista en el corto. “No me cuesta hacer personajes de chulo”, asiente. “Anoche a las tres de la mañana tenía cagalera. Cuando llegué aquí parecía un pueblo desierto y comprobé que no tenía cobertura. Pero merece la pena”, sugiere el actor, que tuvo que pedir un día libre en su trabajo en una agencia de publicidad para poder rodar. “Julián me llama cuando falla alguien –esta afirmación de Suárez es totalmente en broma, ya que el director pensó en él para este corto antes incluso de haber terminado de escribir el guión–. Este es un personaje goloso para haber llamado a alguien famoso”, mantiene Suárez, que piensa a bote pronto en Willy Toledo para protagonizar a este “personaje chulesco”. Con él, cultivador de la ironía, nunca se sabe si lo que dice es vacile o verdad, pero su discurso sirve para contextualizar todavía más el cortometraje de Julián de la Fuente. “Julián me habló de un personaje chulesco sin estereotipar: no soy Marlon Brando, había que matizar”, explica.

Precisamente, ese trabajo de matización es vital para conseguir que se vea en la gran pantalla la excelente historia del guión original, onírica, más allá de una realidad a la que sólo se puede llegar mediante el surrealismo más castizo y rural. Un proceso en el que la exageración parece el camino más obvio. “Todo está marcado: enfados muy enfadados, un personaje muy altivo, centrado en su móvil. Los matices son difíciles de pillar”, mantiene Suárez. “Hay que perderle el miedo a exagerar y aquí le hemos perdido el miedo a exagerar”, se vanagloria el actor.

Su acompañante en este corto, su operador de cámara, es Nicolai, un personaje extranjero que habla en un idioma inventado y que repite la misma frase en cualquier situación. Es el personaje más gestual de todos, el contrapunto necesario para llegar al surrealismo total, y pocas personas podrían darle ese punto de mimo y clown que necesita, esos gestos que sean definitivos para la parte visual de la historia, que Carlos Álvarez Jano, licenciado en la RESAD en Interpretación en el teatro del gesto. Para el polifacético Jano, Un turista entre un millón es su primer cortometraje. “Nicolai es un personaje de acción y muy divertido, muy loco”, reconoce el actor alcarreño, ataviado con el uniforme de su personaje: una camiseta negra sin mangas de Black Sabbath, una gorra, unos cascos de walkman puestos en sus orejas, una riñonera verde, amarilla y roja, y unos pantalones pitillos ochenteros. “Me enganchó el guión. Me gusta mucho el cine, es como un aprendizaje”, añade. “En el guión no me pareció tan loca la historia, pero está tomando un giro hilarante. A mí me encanta”, se sincera Jano.

Quizá, después de pensar definiciones y palabras, líneas y más líneas de texto para intentar alcanzar el corazón de lo que estaba sucediendo en esa plaza esa insoportable mañana de calor, Jano fuera el que diera con la verdad absoluta, la única que es imposible de discutir. Porque el rodaje de Un turista entre un millón, porque la historia de Un turista entre un millón, es hilarante, una bendita locura que obligatoriamente tiene que gustar a los que estuvieron allí para rodar bajo ese sol abrasador. “Nos prometieron un pueblo fresco”, vacila Alberto Suárez para despedirse. Y, en realidad, es probable que esa sea la única frase seria que se dijo en toda la mañana. Una mañana surrealista. La del surrealismo rural de Un turista entre un millón.

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