El fútbol que no entendemos


(FOTO: Dporvida/http://deportivoguadalajara.sitio-web.org/)

Cuando juego al fútbol con mi sobrina Daniela, de 18 meses de edad, la paso la pelota con el pie, ella la coge con la mano, me la lanza sin apenas fuerza, grita "¡Gol!" y sonríe. Quizá yo podría recurrir a la lógica y explicarla que no tiene que coger la pelota con la mano, que eso es falta, y que los goles no se pueden meter con la mano. Sin embargo, cuando ella me devuelve la pelota con la mano, sonrío todavía más que ella y grito con todas mis fuerzas "¡Gol!" hasta que ella se vuelve loca de contenta. Y así repetimos sucesivamente el mismo desarrollo de acciones durante bastantes minutos y carcajadas.


Hay un fútbol que mi sobrina Daniela y yo no entendemos. Y que no nos gusta. No es lo único de la vida que no entendemos, claro está, pero hay cosas que no entendemos y que sí nos gustan. Por ejemplo, Daniela y yo no entendemos el amor, pero ella pone cara de felicidad cuando sus padres la abrazan. Tampoco entendemos la razón por la que la luna no aparece hasta la medianoche en el valle del pueblo de mi padre, pero la esperamos antes de irnos a dormir y cuando la vemos aparecer la señalamos con el dedo y nos miramos a la cara para decirnos "¡Oh! ¡La luna!". Y por supuesto que Daniela y yo no entendemos la magia de los juguetes que vuelan hasta el cielo desde mi mano y que se caen en el agua de la piscina, pero aplaudimos con todas nuestras ganas porque en el fondo sabemos que la magia es mejor no entenderla para no perder nuestra capacidad de asombro ante lo desconocido.

De hecho, posiblemente perder la capacidad de asombro es lo peor que le puede pasar a una persona en esta vida, porque no esperar nada de nadie es un proceso francamente depresivo. Y hay un fútbol del que mi sobrina Daniela y yo ya no esperamos nada. Podría explicarlo con mis propias palabras, pero prefiero explicarlo con una analogía que me ha perseguido en los últimos días. Primero, la leí en el Facebook de un amigo mío. Después, ayer por la mañana, me la dijo otro amigo en una conversación. Más o menos viene a decir que cuando veíamos de pequeños el pressing catch disfrutábamos hasta que nuestros padres nos decían que todos los combates estaban amañados y que ahora que hemos crecido vemos los partidos de fútbol y no podemos disfrutarlos porque, al igual que sucedía cuando éramos pequeños con el pressing catch, sabemos que todos ellos son una auténtica mentira. Y ese es el fútbol que no entendemos Daniela y yo.

Evidentemente, culpo directamente de esa pérdida de capacidad de asombro a mi oficio: yo era muchísimo más feliz viendo fútbol antes de empezar a trabajar de periodista. Por ejemplo, antes me sobresaltaba con regates y pases imposibles, saltaba con goles postreros y lloraba de emoción con ascensos en cualquier caluroso mes de junio. En cambio, ahora soy un escéptico. Llego a un campo, me siento, enciendo el ordenador y, cuando empieza un encuentro y un jugador hace un eslalon irrepetible, en vez de dibujar en mi imaginación bellas poesías, en lo único que pienso es en jugadores que apuestan por Internet, porteros y defensas que están comprados por el rival, presidentes mafiosos, ampliaciones de capital extrañas, deudas millonarias y dinero, dinero y más dinero. Y así es imposible que Daniela y yo podamos seguir soñando como lo hacíamos antes.

Al Deportivo Guadalajara le han descendido administrativamente de Segunda División por una presunta irregularidad en su ampliación de capital y sus aficionados lloran desconsoladamente. Algunos de mis mejores amigos son socios apasionados del equipo alcarreño y, como tampoco es que yo sea un hijo de puta sin escrúpulos pese a mi conocida antipatía, empatizo con su desilusión. Pero no comparto su tristeza. Porque el profesionalismo me recuerda al pressing catch y porque, en la categoría que sea, el fútbol siempre será gente dando patadas a un balón. Menos para mi sobrina Daniela, ella prefiere lanzarme la pelota con la mano y gritar "¡Gol!".

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