El fútbol era una excusa



(Foto: http://cafefutbol.blogspot.com.es/)

Hoy me ha salido un relato balompédico. Os lo dejo: 


En realidad, el fútbol era simplemente una excusa que servía para seguir compartiendo momentos a solas con su padre. Su vida se había complicado ya lo suficiente por sí misma a medida que el paso de los años le habían conducido repentinamente a la treintena y aquellas dos horas balompédicas se convertían en un bálsamo necesario para afrontar un día más en este injusto mundo de desempleo y ojeras a la mañana siguiente. Él salía de su casa, le daba un beso a su novia y se montaba en el coche para regresar a aquel hogar en el que pasó el primer cuarto de su vida, rompió jarrones con cualquier balón de plástico y se abrió la cabeza contra radiadores mientras intentaba emular a algún delantero talentoso de la década de los ochenta, una década de calzones cortos y fueras de juego.

Su padre ya le esperaba sentado en el sofá, con la televisión puesta, un poco de ron con limón en un vaso de tubo y aperitivos formados por patatas y almendras saladas. Entre los ladridos de alegría de la vieja perra que jugueteaba con él cuando apenas era un cachorro, él le daba un beso a su padre y buscaba a su madre, que leía en el cuarto de estar consciente de que ese momento futbolístico era solo para su hijo y su marido, sabedora de que esos noventa minutos sobre un césped virtual eran el último hilo de encuentro trascendental que unía a dos hombres de pocas palabras y menos ganas de mostrar sus sentimientos. Él regresaba al salón con una cerveza recién sacada del frigorífico y empezaba a bromear con su padre, totalmente imbuido ya por la tensión caracterizada en una canción con aroma a Champions League.

Ni siquiera eran del mismo equipo, para nada tenían la misma filosofía con respecto al fútbol. Él, cuando los libros de una adolescencia filosófica y política le enseñaron que había vida más allá del rebaño, decidió irremediablemente olvidar sus amores balompédicos primerizos, entonar la canción del odio eterno al fútbol moderno, apasionarse con los débiles, con el aroma a balompié de verdad y tradición; y desconfiar de esos clubes transatlánticos que tienen una bolsa sin fondo de millones en contratos televisivos. Sus nuevos amores fueron escasos en títulos y éxitos, pero concordaban profundamente con su forma de pensar, le concedían tantos momentos de placer coherente, que hasta servían para hacer olvidar la ofensa que su padre sentía porque su hijo había abandonado conscientemente los colores balompédicos que en su familia se habían transmitido de generación en generación. Solo por culpa del amor paternal se puede olvidar esa ofensa, pero esta queda impresa en la memoria hasta el día en el que un padre se despide de su hijo en el lecho de muerte.  

Él disfrutaba cada segundo del partido que veía con su padre, sin importarle los regates que salieran en la pantalla, ni las paradas que alejaban los sueños de las redes. Su reiterada tranquilidad analítica se enfrentaba al arrebato pasional de su padre, a su desmedido pesimismo, a cada chascarrillo que su progenitor le había repetido en cada encuentro, televisado o en el campo, que compartieron desde hace ya tres décadas. “No sabes nada de fútbol”, respondía su padre, sudoroso y acalorado por los nervios, a cada comentario táctico de él. “Estamos haciendo una temporada lamentable, seguro que hoy perdemos”, insistía a su hijo aquel señor que antes se desenvolvía con elegancia en la medular en un campo de tierra de cualquier pueblo y ahora peinaba las canas de su barba. Él le contestaba con cualquier comentario que pudiera aumentar el enfado de su padre, que sentenciaba: “No tienes ni idea”.

Con el paso de los minutos, aunque problablemente sería mejor decir que con el paso de los años, su padre fue perdiendo sus enfados habituales en cada partido de su equipo en beneficio de una mesura desconocida. Quizá fuera más bien un estado de aceptación de que su equipo, acostumbrado a los honores de los pódiums desde que el siglo veinte precedió al actual, no podía ganar siempre aunque estuviera impreso en su carta fundacional o el convencimiento postrero de que hay épocas en las que otros conjuntos son netamente mejores que el tuyo, pero lo cierto es que llegó un día en el que sus cabreos se convirtieron en calma. Su hijo, sorprendido por el cambio de su padre, le miraba ensimismado, como había hecho cada miércoles por la noche desde que apenas llegaba a tocar de puntillas con las manos la mesilla de su habitación.

Al finalizar el encuentro, él se ponía el abrigo y regresaba al que ahora era su hogar. Besaba a su madre y a su padre, acariciaba a la perra de la familia y llamaba al ascensor. Cuando la puerta estaba cerca de cerrarse, su padre siempre le decía lo mismo. "¿Quién te ha enseñado a ti tanto de fútbol?", interrogaba. Y él sonreía.

Comentarios