La emoción


(Foto: http://www.theflagrants.com/)

Para que el cambio efectuado recientemente en este blog no sea traumático, comienzo la nueva andadura de este espacio con una de las columnas de opinión que escribí para mi sección opinativa Deportista de Sofá en el extinto Guadalajara Dosmil. Se titula La emoción y fue publicada el martes 6 de marzo del 2012.

Cuando era pequeño no tendía a analizar todos los acontecimientos que ocurren en un partido como hago ahora por culpa de mi profesión. El fútbol solo me emocionaba y, entre las diagonales de Lottar Matthäus, el elegante talento de Enzo Francescoli o la calidad de Roberto Baggio, se colaban los kilómetros por la banda de Paolo Maldini y la sabiduria infinita de Franco Baresi. Sentía verdadera admiración por Jorge de Amorim Campos Oliveira ‘Jorginho’, el inagotable lateral derecho de la selección brasileña en la década de los noventa. Y todavía esbozo una sonrisa cuando a mi memoria, sin yo quererlo, vienen los dos goles de Roger Milla a Colombia en los octavos de final del Mundial de Italia. Ese fue un gran momento de mi niñez.

Goles, paradas, pases, regates, entradas y jugadas aparecen irremediablemente en mi mente cuando tecleo las letras del ordenador y todas tienen el mismo patrón: la capacidad de emocionarme, las ganas que tuve de salir a la calle y golpear un balón cuando las vi en su momento. Como si no existiera nada más. Como si lo único estrictamente necesario en mi vida en ese instante fuera correr detrás de un esférico por el Parque de la Concordia y llenar de lágrimas de emoción las caras desdibujadas de miles de personas. Por suerte, este pasado fin de semana he vuelto a vivir esa sensación indescriptible aunque hayan pasado muchos años ya. Quizá, demasiados.

Fue cuando Aníbal batió a Juanma en el minuto 56 del partido que el sábado enfrentó en el Cartagonova al Cartagena y al Deportivo Guadalajara. Y la razón no fue que ese tanto pusiera en franquicia el regreso a las victorias de los deportivistas ni que el hispano-mexicano se reencontrara con el gol doce jornadas después, sino que realmente me emocioné por el autor de la asistencia, David Fernández. Porque, previo pase magistral en profundidad de Jonan García, el central deportivista se arrebató en la carrera y llegó hasta el área contraria para desafiar al academicismo táctico y conceder el presente a un Aníbal situado en el lugar y el momento adecuados. Y, acto seguido, me acordé de Gigi Meroni, Manuel Francisco dos Santos ‘Garrincha’, George Best o ‘Mágico’ González, incómodos en el tacticismo, legendarios en la imaginación. Y también pensé en todos aquellos jugadores de la historia, desde Paul Breitner a Ricardo Bochini, que construyeron sueños que regresan eternamente en la ilusión de personas anónimas con vidas anónimas.

De hecho, leo muchas veces la incredulidad de la gente que no entiende las malas audiencias en televisión de la Liga ACB y se sorprende por las buenas audiencias de la NBA siendo los partidos en la madrugada española y, dejando a un lado el evidente e inigualable concepto de espectáculo en el deporte estadounidense, la explicación es realmente sencilla: la emoción. La misma que durante años se está cargando en Europa el tacticismo imperante de entrenadores, presidentes y periodistas.

Pero hay veces que un elegante central, David Fernández, se olvida del tacticismo imponderable y decide dejar su puesto en la zaga y alocarse hacia el ataque como un ‘quejío’ de Camaron para asistir al delantero centro y protagonizar la jugada clave de un partido, la que emociona al espectador y cambia derrotas por victorias. Porque más allá de sistemas tácticos, alineaciones o jugadas ensayadas, el balompié, en su concepción clásica eterna, es emoción. Valentía. Ilusión. Sueños. Entrega. Calidad. Capacidad de sorpresa. Campos de barro y porterías hechas con mochilas. Y un abrazo solidario entre el que marca y el que le asiste.

El fútbol es emoción. La única que es capaz de crear la internada por la banda de un central de inesperado extremo izquierdo para decidir con su pase un partido pleno de intensidad y necesidades. La misma que consigue un zurdazo de Abraham Minero en el tiempo de descuento para hacer saltar al unísono a miles de espectadores empapados por la lluvia en La Romareda, pese a que fue perdiendo aficionados pesimistas a lo largo de los minutos anteriores. La que conseguía crear el maestro Joaquín Vidal Vizcarro con sus insuperables crónicas taurinas. Y, en esa emoción pura y necesaria, perdónenme, sobra cualquier clase de academicismo táctico. Aunque en Europa nos hayamos olvidado de ello.

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