Llovía



(Foto: http://askodgama.blogspot.com.es/)

La historia del accidente se transmitió en las gradas con rapidez. Juan estaba siendo operado a vida o muerte en el Hospital Universitario después de ser arrollado por un coche cuando saltó a la carretera en las inmediaciones del estadio a salvar a un niño aficionado del equipo visitante que iba a ser atropellado ante el descuido de sus padres. Juan voló por el aire tras el impacto. Tenía el bazo reventado, varias costillas rotas, que habían perforado sus pulmones, y perdía sangre a litros. Su respiración se apagaba al mismo tiempo que el equipo de fútbol al que animaba cada semana desde que su padre le hizo socio con tres años se jugaba la salvación en Segunda División en noventa minutos de partido.


Era uno de los primeros días del mes de junio, pero llovía. Mucho. El césped se levantaba y el barro se incrustaba en cada milímetro de piel de los futbolistas. Cada balón dividido era una guerra que dejaba imágenes en blanco y negro, instantáneas de un fútbol de décadas pasadas, de balompié con olor al humo de puro y sabor a domingo de transistor. Ambos conjuntos dependían de sí mismos para salvarse. Ambos equipos necesitaban vencer y cada disparo a puerta, cada balón que se escapaba del terreno de juego por sus líneas de fondo, se convertía en un suspiro eterno, en la milésima rima asonante de lo que pudo haber sido y ya no será. En una nueva canción dedicada al desamor y los perdedores. Como todas las canciones de este jodido mundo.

Los gritos desesperados de los médicos en aquel aséptico quirófano se confundían con el ruido ensordocedor de miles de aficionados que intentaban dar ánimos al unísono a su equipo. Y también a Juan, un veinteañero querido en aquella pequeña ciudad por su sonrisa perenne y su optimismo contagioso. "No estamos todos, falta Juan", cantaba el público cada dos minutos cuando su miedo dejaba paso a las lágrimas de impotencia. La bufanda morada de Juan, ensangrentada sobre el asfalto, era la prueba más cruenta de la realidad.

Aquel disparo pleno de talento de un mediapunta que se acercaba a la treintena y destacaba en un equipo modesto de Segunda cuando debería estar llenando portadas en Primera División se estrelló en los tres palos de la portería antes de quedarse parado en la línea de gol por culpa del barro. Un defensa llegó a tiempo a despejar el esférico para mantener el empate y demostrar que la cal blanca puede ser tan injusta como la cinta de la red de un campo de tenis. Para certificar delante de los notarios de la actualidad que la vida depende de un instante, de si el esférico supera o no la pequeña línea que separa el éxito del fracaso.

Tres minutos de descuento y siete probables infartos de miocardio en aquel viejo cemento. Juan encima de una camilla inconsciente esperando a que lleguen los primeros estertores de muerte. Si nadie lo remedia en apenas 180 segundos, su equipo descenderá a Segunda División B, dejará de pertenecer a la élite del fútbol español, dejará de tener su espacio en el diario As, para volver a militar en esa categoría en la que el presente se eterniza, en la que el infierno parece el edén. Si nadie lo remedia en apenas 60 segundos, Juan estará muerto y nada tendrá ya importancia. Ni siquiera el fútbol, ni siquiera un gol postrero que convierta los nervios en algarabía, que permita abrazarse a personas que no se conocen absolutamente de nada y que haga de aquel momento único, de aquellos pequeños e interminables minutos, un instante en el que hasta la vida puede parecer justa aunque no lo sea.

Silencio sepulcral en el estadio. El colegiado mira su cronómetro. Quedan poco más de treinta segundos. Ese balón largo del lateral izquierdo reconvertido a central es la última oportunidad de salvación para el equipo de Juan. Ese delantero, que entró en la cantera del club cuando tenía siete años y ahora disfruta de minutos en el primer equipo, corre hacia el esférico con la poca energía que le queda ya, pero con toda la fuerza acumulada en todos esos encuentros que disputó en campos de tierra cuando soñaba con jugar algún día en Primera División y cenaba bocadillos de salchichas cocinadas con cariño por su madre. Si miras fijamente a la lluvia, las gotas caen a cámara lenta sobre las cabezas empapadas de los jugadores. El delantero se anticipa al defensa y encara al portero con el balón controlado. Los aficionados se levantan de sus asientos, agarrados a los brazos de la gente que tienen en el asiento de al lado. Un delantero, un portero, un balón y una portería, nada más. El delantero regatea al portero, que le intenta agarrar desde el suelo pero no lo consigue, y el balón se aloja suavemente por el centro de la portería. Es gol. Creo que las tribunas del estadio se mueven por los saltos de júbilo. No, sé que las tribunas del estadio se mueven por los saltos de júbilo de los aficionados.

El delantero sale corriendo como un poseso por todo el estadio, sin rumbo fijo ni conocimiento. Se quita la camiseta y esta vuela por el aire. Se acerca a una cámara de televisión y enseña una camiseta interior en la que se puede leer un mensaje. "Juan, sigue luchando", ese es el mensaje. Juan recupera las constantes vitales encima de la camilla. Juan vuelve a respirar. Le espera un tiempo en la UCI y una larga recuperación. Pero está vivo. Porque hoy no era un buen día para morir.

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