La última esperanza de los románticos trasnochados


(Foto: http://www.futbolingles.es/matt-le-tissier-el-santo-fiel-y-artista-2/)

Si al fútbol le quitas toda la mierda del subsuelo y lo límitas a un balón sobre el césped, la verdad es que es un juego que mola. Creo en esa afirmación desde que vi jugar por la televisión a Matt Le Tissier cuando yo apenas era un preadolescente con demasiadas inquietudes en la cabeza. Con el siete a la espalda de la camiseta rojiblanca del Shouthampton, Le God, el capitán eterno de los Saints, era la última esperanza de todos los que formábamos el club de los románticos trasnochados, la excepción necesaria a la globalidad balompédica, el canto definitivo para el aria del odio eterno al fútbol moderno. Y no era para menos: da igual qué equipo, inglés o de fuera de las Islas Británicas, intentara ficharle, Le Tissier siempre tuvo la misma respuesta. No. Y se quedó en el Shouthampton hasta que se retiró 16 años y más de 500 partidos después de su año de debut.


Evidentemente, Le Tissier no es el único jugador de la historia del fútbol mundial que milita toda su trayectoria profesional en el mismo club y que rechaza una y otra vez sueldos tres veces mayores para seguir en el equipo de toda su vida, pero su caso fue especial. Porque Le God, uno de los filósofos que mantienen con optimismo a todos aquellos que creemos que en la vida el dinero no es lo más importante, tuvo el mismo don, el don de jugar a cámara lenta, con el que cuentan todos los genios de la historia del fútbol a excepción de Messi y Cristiano Ronaldo, que siempre prefirieron el vértigo. Por eso, el inglés, mitad centrocampista, mitad delantero, pareció un jugador de limitada velocidad cuando en realidad era un falso lento. Llegaba al balón antes que su rival, se inventaba un nuevo regate inverosímil, de espuela, vaselina o amagando, y superaba al portero con un remate definitivo. Unas veces, duro y ajustado al palo. Otras veces, sutil y tan certero como la muerte más dulce. Casi siempre, desde sitios del terreno de juego que solo él podría imaginar, que nunca nadie más logró (ni logrará) imaginar.

Porque Le Tissier fue dios, aunque haya gente que todavía no lo sepa. Un dios que se vistió de futbolista y repartió ilusiones y elegancia, mediante pases, regates y llegadas al área, durante más de tres lustros. Y, sobre todo, un dios que dejó goles imposibles para la eternidad. Y para que continúen cien años más los primeros acordes del aria del odio eterno al fútbol moderno. Un aria de románticos trasnochados, de aquellos que no ven el dinero como el fin de todas las cosas.

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