Quijotes inmortales


(Foto: http://pedrodelgado.com/perico/biografia/88/88.html#)

Cuando era pequeño pensaba que los ciclistas eran quijotes inmortales que ascendían hasta el cielo. Recién comido, con el calor de la sobremesa, me sentaba delante del televisor y disfrutaba día tras día con gestas imposibles en el Alpe d'Huez, el Col du Tourmalet o el Col du Galibier. Después, trasladaba la etapa que acababa de ver en la televisión a mi campeonato de chapas doméstico. La etapa reina salía desde mi habitación, pasaba por todo el pasillo y finalizaba en un salón lleno de trampas en forma de sofás, lámparas, armarios y macetas. No puedo explicar la razón -en realidad, sí que la puedo explicar-, pero todas las grandes carreras de chapas de mi casa las terminaba ganando el último día por un sólo segundo Perico Delgado, uno de mis ídolos deportivos primerizos.

Quise ser jugador de baloncesto y de balonmano, futbolista, tenista y saltimbanqui. Pero sobre todo quise ser ciclista. Todavía tengo señales de heridas de niñez en mis codos que me recuerdan que nunca supe medir mi valentía cuando me tiraba sin frenos por cuestas excesivamente pronunciadas. Me pasaba todo el día perdiéndome por caminos de tierra en mi pueblo con una bicicleta de montaña y no regresaba a casa hasta que aparecía la luna. Incluso me atrevía a irme con mis primos más mayores a hacer rutas de más de cien kilómetros pese a que no tenía ni la más mínima preparación. Gracias a ellos descubrí la realidad: nunca podría ser ciclista. Pero eso no hizo que dejara de amar las gestas de los quijotes inmortales.

Juro que un día, hace relativamente pocos años, odié el ciclismo. Unos terribles molinos de viento, en forma de dopaje, derrotaron a muchos de los corredores quijotescos y chocaron frontalmente con mis excesivos principios de apoyo al deporte limpio, al deporte en su concepción más clásica, al deporte que soñé hace décadas con pantalones cortos y brechas en la cabeza. Esa sensación, esa realidad, esa frustración, fue toda una ofensa a mis sueños imposibles y dudé sobre si mantenerme fiel a mis ilusiones pasadas o si olvidarme para siempre de puertos de montaña, contrarrelojes y escapadas legendarias.

No me hizo falta buscar razones para tomar mi decisión final. Sólo tuve que volver a sentarme delante del televisor para ver la Liège-Bastogne-Liège, el Tour de Flandes o la París-Roubaix. Saltar del sillón con ataques de ciclistas a su paso por los Pirineos, los Alpes o los Dolomitas. Disfrutar del sonido del viento en un sprint masivo. Porque siempre fui de esas personas que creen que los quijotes inmortales vencerán a los molinos de viento.

Comentarios