Una historia en tres actos

Foto: http://www.thespish.com/
Esta historia sobresale por su misticismo y su teatralidad: se desarrolla en una catedral con personajes vistiendo de blanco inmaculado y tiene tres actos.

El primero, allá por 2003.

Con una cinta en el pelo y una tímida coleta, Roger Federer derrotó a Mark Philippoussis a base de revés a una mano y subidas a la red para sumar el primero de sus 17 Grand Slam. Quizá no por la dificultad del partido en sí (el suizo venció en tres sets al australiano en la central del All England Tennis Club), pero sí que por lo que representa este encuentro tiene cabida entre estas páginas: fue el primer título major para el tenista que más semanas ha permanecido como número 1 del mundo. A partir de ese día, Federer sumó 11 Grand Slam más de 17 posibles en los siguientes cuatro años hasta convertirse, según dicen, en el mejor jugador de la historia de este deporte. Desde la elegancia, Federer buscó en cada partido la línea perfecta de un golpe ganador. Casi siempre la encontró y sus rivales fueron desapareciendo por respeto a los mitos. Su vida era tan perfecta que únicamente necesitaba conocer a su antítesis. Alguien con golpes liftados contra sus golpes secos.

Lo conoció en el segundo acto, cinco años después y en la misma catedral.

Llovía ese día porque esta historia sucede en Londres y en Londres siempre tiene que llover. Federer no llevaba coleta, pero conservaba su cinta en el pelo. También su rival, Rafael Nadal, pantalones piratas y camiseta de hombreras para contrarrestar el conservadurismo de Wimbledon y quizá también el orden establecido que nunca puede ser destruido. El cuatro veces ganador de Roland Garros desafiando al cinco veces ganador del torneo londinense en su hogar, como el huésped que primero te quita el cepillo de dientes y después termina apoderándose de la bata de franela y tus zapatillas de estar por casa mientras se sienta en tu sillón. El arrojo de la juventud irrespetuosa no entiende de tradiciones. Fue el mejor partido de la historia del tenis, cinco horas de intensos intercambios de golpes y puntos imposibles. Conozco a un espectador que perdió tres kilos de peso viendo ese partido por la televisión, lo juro. Nadal ganó los dos primeros sets y en el séptimo juego del tercero Federer le levantó un 0-40 para terminar adjudicándose el parcial en el tie-break. En el cuarto el balear tuvo sus dos primeras bolas de partido, de historia, pero el suizo también se adjudicó el tie-break. El quinto set fue sencillamente una eterna leyenda, dos tenistas bailando por la hierba un vals arrebatado con la voz de Leonard Cohen mientras la pelota besaba las líneas en cada punto. Era ya casi de noche cuando Federer mandó su bola a la red, tantas veces su amiga, y cayó en su campo. Nadal se fundió con la hierba mientras las lágrimas del suizo se fundían con la lluvia. Fue un día tan bonito que el balear únicamente necesitaba conocer a su antítesis. Alguien que le igualara su esfuerzo ilimitado en carreras laterales en la línea de fondo. Alguien que equilibrara su capacidad de sacrificio y su fuerza mental.

Y lo conoció en el tercer acto, tres años después y en la misma catedral.

Con la naturalidad en la pose de la de una persona de la calle frente al agarrotamiento académico, Djokovic, el tenista agresivo que devuelve todas las pelotas y que mejora cada día de su vida que pasa, frenó a Nadal con derechas paralelas que silbaban sobre las briznas. Le hizo el break en el décimo juego del primer set que le daba el parcial levantando un 30-15 y en el segundo, con sus dos pies sobre la línea de fondo, se paseó con un 1-6 mientras Nadal corría de lado a lado de la pista devolviendo pelotas que únicamente él podía devolver en esa época. La rabia del balear explotó en el tercero, otro paseo de 6-1, pero Djokovic, que quizá ese día se dio cuenta de que tenía que cambiar su ansiedad del pasado por su tranquilidad de ahora para poder ser uno de los mejores de la historia, esperó pacientemente su momento en el cuarto set para conseguir el break en el octavo juego y sumar su primer título en el All England Tennis Club. Aquel día no llovía porque el giro del argumento no lo necesitaba.                     

Desde aquel Wimbledon 2003, desde aquel primer acto, Federer, Nadal y Djokovic han sumado 42 títulos de los 50 Grand Slam que se han disputado. Se escribe muy rápido, pero tiene demasiado significado.

Supongo que esta bella historia tendrá algún día un epílogo. Y estoy seguro de que para entonces la vetusta catedral seguirá todavía en pie. Y posiblemente todos vestiremos de blanco.

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