Mundial de Brasil, fútbol y política


El índice de pobreza del país brasileño es del 16% 

En Teresópolis, la selección brasileña de fútbol prepara su Mundial. La gente se congrega alrededor de los jugadores de Luiz Felipe Scolari. Algunos se visten con las camisetas de sus ídolos, llevan pelucas verdes y portan banderas, mientras vitorean a sus estrellas. Otros, en cambio, gritan consignas contra la FIFA, demandan más servicios sociales al Gobierno de su país, pegan pegatinas pidiendo inversiones en educación y amenazan con realizar más protestas a lo largo de la Copa del Mundo. Algunos exfutbolistas brasileños exigen dureza contra los manifestantes, como Ronaldo, el máximo goleador de la historia de los mundiales. “Creo que tienen que hacer caer las porras, sacarlos de las calles”, le pide a la policía el exdelantero del Barça y el Real Madrid. No es el único: “Vamos a apoyar a la selección nacional. Vamos a olvidar la confusión que reina en Brasil. Vamos a olvidar las protestas”, le secunda Pelé. La idea que quieren transmitir ambos es clara: en el país del fútbol únicamente tiene que prevalecer el fútbol. 

Sin embargo, las protestas también encuentran adeptos balompédicos. “Pelé en silencio es un poeta. No tiene conciencia de lo que pasa en el país”, contesta Romario al elegido como mejor jugador del siglo XX. “Es una vergüenza estar gastando tanto dinero para este Mundial y dejar los hospitales y escuelas en condiciones precarias”, se sincera Rivaldo. “Quiero un Brasil más justo, seguro y honesto”, sentencia Neymar, la máxima estrella actual del fútbol brasileño. Sócrates, aquel mediocentro elegante de técnica insuperable y puño alzado de los ochenta, ya murió, si no seguro que él lideraría la primera fila de los manifestantes a las puertas de los estadios en lugar de estar jugando sobre el césped. 

De diciembre del 2012 a noviembre del 2013, el gasto de los doce estadios del Mundial se aumentó en unos 393 millones de dólares. En total, los doce estadios mundialistas les han costado a los brasileños cerca de 3500 millones de dólares. A ese gasto hay que unir otros 3500 millones de dólares de obras en transporte público, 2700 millones de dólares en aeropuertos, 250 millones de dólares en puertos, 830 millones de dólares en seguridad y alrededor de 175 millones de dólares en telecomunicaciones. El total del presupuesto mundialista en infraestructuras asciende a más de 10000 millones de dólares. Sólo el estadio Nacional de Brasilia, el estadio más caro de todos los mundialistas, ha costado más de 600 millones de dólares, pagados íntegramente por el Gobierno regional de la capital brasileña. El Gobierno nacional de Dilma Rousseff no le va a la zaga: ha concedido créditos por medio del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) con un importe total de casi 1700 millones de dólares para financiar obras en el resto de los once estadios. 

El índice de pobreza en Brasil se situó el año pasado en un 16% de la población, con casi 30 millones de personas con una renta de apenas 427 dólares. Quién sabe cuántos de esos pobres están saliendo a la calle en las masivas protestas contra el gobierno brasileño por la organización del Mundial y la corrupción en la élite política, y en demanda de una mejoría en los servicios públicos de educación, salud y transporte. “No me gustaría que Brasil fuese campeón. Si ganan, no se habla de otra cosa y como país necesitamos hablar de otras cosas”, mantiene Claudia Manzano, periodista de Sao Paulo. Y añade: “Para los políticos, lo mejor es que gane Brasil”. Los datos dan la razón a su tesis: en la pasada Copa Confederaciones, más de un millón de personas salieron a las calles para protestar contra el Gobierno brasileño, pero esa cifra de gente en la calle aumentó exponencialmente para celebrar el título de la canarinha en el campeonato. La alegría siempre se vendió más fácilmente que la tristeza. 

Los lugares comunes del discurso de los deportistas españoles 


Al otro lado del océano Atlántico, la selección española se prepara para intentar defender el entorchado mundial logrado hace cuatro años en Sudáfrica. Pero los ecos de las protestas brasileñas se transmiten por la brisa marítima. “Todos deberían festejar”, sugiere a los brasileños Andrés Iniesta. Y lo razona: “Es la Copa del Mundo en el país del fútbol. Nada es más bello que esto”. “No soy quien para opinar sobre los otros, en especial sobre los problemas de Brasil. Sólo digo que es algo que me suena raro”, culmina. El albeceteño, ídolo de la hinchada futbolística española por ese gol que detuvo el tiempo y la memoria en el año 2010, cumple a rajatabla con la norma general de los deportistas de este país: atrevidos sobre el campo, intrascendentes fuera de él. Pero, acomodado en los habituales lugares comunes de los discursos, Iniesta se olvida de que en el fútbol también existieron jugadores como Meroni, relegado al banquillo en el Mundial de 1966 por no querer cortarse su melena en una Italia democristiana y católica. De que Caszely le negó la mano a Pinochet, el dictador de un régimen que secuestró y torturó a su madre. De que en el Mundial de 1978, las imágenes de las Madres de la Plaza de Mayo se colaron entre los goles de Kempes. De que el fútbol nunca podrá separarse de la realidad, porque forma parte de nuestras vidas desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. 

“Los futbolistas no sacan ningún beneficio al hablar de política”, analiza en busca de razones el periodista Quique Peinado, autor del libro ‘Futbolistas de izquierdas’. Y prosigue en otra entrevista: “En el fútbol nadie se queja de que estén llenos de políticos los palcos, que tengan tratos con las autoridades desde las directivas para que les recalifiquen los terrenos, de que a los clubes les perdonen cientos de millones de euros de deudas, y nadie va a hacer escraches a estas sedes, que es lo que debería suceder. Sí que está muy mal, dicen, que se mezcle fútbol y política, que los jugadores o las aficiones hablen de política. Es una diatriba que no se entiende”. Una diatriba paradójica, que se cuela en la escuadra de lo políticamente correcto de nuestra sociedad como un disparo de folha seca sin que el guardameta del sentido común pueda hacer nada para detenerlo. 

En este fútbol apolítico que quiere la FIFA, alejado de las personas, no parece que los manifestantes tengan cabida. Joana Havelange, directora ejecutiva del Comité Organizador Local del Mundial 2014 y nieta e hija del expresidente de la federación internacional y del expresidente de la Confederación Brasileña de Fútbol, ambos involucrados en casos de corrupción cuando estaban en el poder; les aconseja. “No voy a estar en contra del Mundial ahora porque todo lo que había que gastar y robar ya está hecho”, ha escrito en su cuenta de Instagram. Empieza a rodar el balón y toda la gente tiene que alegrarse. Cuando termine el Mundial, casi 30 millones de personas en Brasil seguirán siendo pobres. Pero quizá su selección tenga una estrella más en su camiseta. Y sus estadios de fútbol serán de los mejores del mundo. Eso sí que es indudable.

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