Un niño bajo las bombas



(Foto: Nathaniel S. Butler/Getty Images/http://www.nba.com/history/legends/drazen-petrovic/index.html)

Cada uno tiene una historia. Esta es la mía: me acuerdo muchísimo de Drazen Petrovic y cada vez que me acuerdo de él me imagino que, mientras él mete triples en New Jersey, un niño pequeño, de doce o trece años, está lanzando a canasta en ese preciso momento bajo las bombas en Sibenik. Pienso en ese niño croata que recoge el balón que acaba de tirar de tres para salir corriendo a refugiarse, sin perder su preciado esférico, en cuanto oye el sonido de los aviones y sé que yo también estoy jugando al baloncesto, entrando a canasta, en ese preciso instante. Pero no estoy en Sibenik y por supuesto que no hay bombas. Como mucho hay alguna pequeña herida en la rodilla por una mala caída, pero mi madre me la curará con alcohol y betadine nada más entrar por la puerta de casa y probablemente me hará una cena que me guste para recompensar mi mala suerte en forma de traspié al intentar encestar el balón. Eso es lo que pasará. Seguro.


Me acuerdo muchísimo últimamente de Drazen Petrovic y me doy cuenta de que no sé nada de él. Para que todo el mundo me entienda: claro que vi muchos partidos de él, decenas y decenas, cuando yo tenía aproximadamente entre seis y once años, claro que corría hacia la televisión cada vez que un periodista decía su nombre, claro que escuché la radio cada vez que hablaban de sus anotaciones y claro que leí centenares de informaciones y reportajes sobre sus hazañas (y por supuesto que he leído, visto y oído miles de informaciones relacionadas con su figura desde mis once años hasta la actualidad), pero no le conocí de verdad, nunca supe cómo sería su día a día, cómo pensaba él como persona o qué es lo que hacía habitualmente. Por eso, por no haberle conocido o por haber sido yo demasiado pequeño cuando él vivió para poder tener unos recuerdos totalmente nítidos y formados, hace tiempo que decidí inventarme cómo fue, cómo es, Drazen Petrovic.

Pienso en Petrovic, en mi Drazen Petrovic, y me lo encuentro por primera vez en Sibenik cuando él tiene trece años. Sale del colegio y, en vez de ir a su casa a comer, corre directo a una cancha de baloncesto en la que se pone a hacer ejercicios de control de balón y a driblar en uno contra uno a un rival imaginario. Con quince años juega ya en el primer equipo del Sibenka y todos dicen que va a ser muy bueno. Yo, que le he visto todos los días, absolutamente todos, de los últimos dos años entrenar en solitario en esa canasta, no puedo estar más de acuerdo: va a ser muy bueno, quizá el mejor.

La siguiente vez que veo a mi Drazen Petrovic es ya con la camiseta de la Cibona de Zagreb. Se levanta a las ocho de la mañana y se va directo a la cancha del club croata, donde se queda hasta las once de la noche sin salir de allí. Realiza pases inverosímiles por la espalda y se detiene en las entradas a canasta para lanzar a tabla. Él no me ve, pero yo estoy siempre sentado en el mismo asiento de la grada maravillado con su talento. Los títulos europeos de la Cibona caen por el peso de la lógica.

Cuando llega al Real Madrid, mi Petrovic es simplemente el mejor jugador de la historia del baloncesto europeo. Se sigue levantando a las ocho de la mañana, llega al Palacio de los Deportes, y un vigilante de seguridad me cuenta que en más de una ocasión se lo ha encontrado lanzando triples durante seis horas seguidas hasta las siete de la mañana del día siguiente. Yo me lo creo. No sé todavía la razón por la que no está jugando en la NBA.

Es su siguiente paso. Yo como hamburguesas en Portland, como todo chaval de siete años que es de una pequeña ciudad castellana casi sin hamburgueserías y va por primera vez a los Estados Unidos, y me parece ver que Clyde Drexler, Terry Porter y Jerome Kersey no le dirigen la palabra. Sé que no es verdad, que en realidad el único que no le habla es el entrenador Rick Adelman. Pero sigo confiando en mi Petrovic, porque lleva ya tres meses sin dormir, robando a escondidas las llaves del Memorial Coliseum para mejorar todavía más su inmaculada técnica de tiro. Tras dos temporadas en Portland, mi Petrovic por fin triunfa en los New Jersey Nets. Promedia más de 20 puntos por partido y 45% de acierto en tiros y se merece jugar el All Star Game cuando para el baloncesto norteamericano los europeos todavía ni siquiera existen. Pero mi Petrovic puede con todo. Y lo juega. En repetidas ocasiones.

Mi Petrovic no está el 7 de junio de 1993 en aquella carretera de Baviera. No, él está jugando en la solitaria canasta de Sibenik en la que le vi por primera vez cuando él tenía trece años. Yo también estoy allí.

Hacía mucho tiempo que no veía a mi Petrovic, pero ayer le vi. Él no murió. Él ahora es un entrenador, vencedor de varias Euroleague, que ha sabido transmitir a sus jugadores su inigualable carácter ganador. Estuve hablando con él. Me dijo que él me veía sentado en las gradas cada día de su vida, absorto en sus movimientos mientras él entrenaba, pero que no me quiso decir nunca nada porque no podía dejar de entrenar para mejorar. También me dijo que aquel niño de Sibenik que jugaba al baloncesto bajo las bombas mientras él encestaba para los Nets se salvó de la guerra y que hace poco compartieron un uno para uno. Incluso me dijo que un día yo, "el periodista", según sus palabras, tenía que desafiarle a un uno para uno porque "nos lo debíamos". "Prefiero seguir mirándote desde mi asiento de la grada", le contesté. Y los dos nos reímos.    

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